Observar las nubes es un placer, pero olerlas es más complicado
A partir de un anuncio de televisión que se hizo famoso por plantear una pregunta tan simple como: ¿a qué huelen las nubes?, han surgido bromas y chascarrillos en infinidad de conversaciones en nuestro país (al menos en mis círculos más cercanos). Pues bien, debido a que parece que este sigue siendo un misterio sin resolver para mucha gente, veamos si conseguimos clarificar este tema un poco más, aunque os advierto que no será fácil.
¿Qué son en realidad las nubes?
Para comenzar parece conveniente recordar lo que son las nubes, ahora que en pleno mes de agosto en buena parte de la Península se echan de menos. Las masas de aire que componen toda la atmósfera contienen vapor de agua en mayor o menor medida, y aunque su proporción es bastante inferior a la de otros gases, la contribución que ejerce sobre el sistema climático es fundamental. En general, según la temperatura de una masa de aire desciende, su capacidad para contener vapor de agua cada vez es menor. En el momento en que el aire está cargado de vapor de agua y no admite más decimos que se satura. A partir de ahí se inicia el proceso de transformación en estado líquido y sólido, formándose gotitas de agua y pequeños cristales de hielo que ya permiten que esa masa de aire húmeda comience a ser visible.
Pero la nube no está compuesta solamente por agua. También arrastra consigo proporciones variables de gases y partículas presentes en la atmósfera. Uno de estos componentes es el “ingrediente secreto” para que las nubes se formen: los núcleos de condensación, que son partículas muy pequeñas que el vapor de agua necesita para condensar sobre ellas. Estas partículas de aerosol atmosférico pueden tener propiedades muy diversas, y cuanta más capacidad tengan para absorber agua más facilidad tendrán para formar gotas. Una vez que se combinan una temperatura y humedad adecuadas con la presencia de núcleos de condensación en el aire, se puede formar una nube.
Es muy difícil que este proceso se produzca a la altura del suelo, ya que la temperatura ambiente no suele ser suficiente para generar una nube, salvo casos como las nieblas sobre suelos muy fríos o las nubes orográficas que se forman en zonas montañosas. Sin embargo, los contrastes de temperatura entre masas de aire producidos por los frentes o la convección en días calurosos provocan corrientes ascendentes que elevan el aire por la atmósfera con facilidad, favoreciendo que se llegue al nivel de saturación en que se forman las nubes.
Los componentes ocultos de las nubes
Sabiendo todo esto, volvamos al tema que nos ocupa: ¿las nubes huelen o no huelen? Pues desde el colegio nos han enseñado que el agua es incolora, inodora e insípida, así que por sí misma no debería aportar ninguna esencia. Sin embargo, en una nube coexisten muchos más elementos que dependiendo de su naturaleza sí que pueden tener un olor propio. Tengamos en cuenta que una masa de aire puede recorrer largas distancias, y antes de ascender a alturas elevadas puede arrastrar gran cantidad de moléculas y partículas de ozono, dióxido de nitrógeno, sulfatos, cenizas, polvo, etc. Todos estos elementos y muchos otros desprenden olores característicos, generalmente más desagradables cuando su origen no es natural, sino antropogénico debido a la mano del hombre.
La cuestión es que para que se provoque la reacción de nuestras células olfativas y estas envíen información a nuestro cerebro se necesitaría una gran cantidad de alguno de estos elementos dentro de una nube. Si sacásemos la cabeza por la ventana de un avión mientras pasa a través de una nube (cosa que no recomiendo) percibiríamos la humedad y el frío en nuestra piel, ojos y nariz, además de un descenso de presión que afectaría enormemente a nuestros oídos. Pero sería difícil identificar algún olor, ya que en general las partículas y gases presentes en las alturas lo están en proporciones muy pequeñas. Por sí solas muchas de las moléculas de estos elementos podrían reaccionar con nuestras células olfativas, pero durante su camino ascendente muchos de los gases se habrían volatilizado o transformado en otros elementos, y muchas partículas habrían caído debido a la gravedad.
Aunque esto pueda decepcionarnos, sólo es el supuesto general. Por ejemplo, el británico Gavin Pretor-Pinney afirmó en la presentación de su libro “Guía del observador de nubes” que durante su formación, los cúmulos (nubes de desarrollo vertical con forma de coliflor, generalmente) han absorbido aromas de la vegetación y los gases más elevados, y que los pilotos de avionetas podían llegar a percibirlos cuando los atravesaban. Otro caso es el de las tormentas eléctricas, en las que se forma gran cantidad de ozono por la acción de los rayos generados en las nubes de gran desarrollo vertical (cumulonimbos), y este gas desprende un olor no muy agradable entre metálico y picante según lo definió el científico que predijo su existencia, Martin Van Marum, allá por finales del siglo XVIII.
Nubes en el suelo
Por tanto ya tenemos ejemplos de que las nubes en las alturas pueden oler, aunque no sean muchos ya que la ciencia no ha investigado demasiado al respecto. Pero otra cosa es lo que pasa cuando estamos cerca del suelo. No es fácil subir tan alto como para adentrarse en el interior de una nube, pero sí que nos podríamos encontrar unas condiciones similares cuando hay niebla. Cuando se da este fenómeno meteorológico la estabilidad atmosférica cerca del suelo es la nota predominante, y una capa de inversión térmica a cierta altura del suelo impide que la masa de aire húmedo y sus gotitas de agua asciendan o se disipen, al menos hasta que el calor sea suficiente como para romper esa capa. Bajo estas condiciones, las emisiones de gases y partículas pequeñas quedan suspendidas en el aire. Y aunque varias veces he escuchado la expresión “huele a humedad”, realmente la niebla por sí misma no puede oler y son otros elementos presentes en el aire los que transmiten un aroma característico. Por ejemplo, en el campo los compuestos orgánicos que emite la vegetación se acumulan y desprenden esencias que interpretamos como florales y vegetales. O en una zona urbana industrial, los óxidos de azufre y de nitrógeno, entre otros compuestos, pueden provocar que una niebla tenga un olor ácido a contaminación muy desagradable.
La lluvia también tiene algo que decir
En épocas estivales echamos de menos las nubes, pero en muchas ocasiones cuando aparecen en verano traen consigo lluvia, un bien cotizado en estos meses calurosos. Cada vez que se produce precipitación después de varios días ausente, tenemos la sensación de que un olor característico emana del aire, que relacionamos con esa lluvia que de repente nos refresca. Este proceso ya fue inicialmente estudiado en 1964 por dos científicos australianos, I. J. Bear y R. G. Thomas, que llamaron “petricor” (una palabra compuesta de petra=piedra e icor=sangre de dioses) al olor resultante del desprendimiento de sustancias por el golpeo de la lluvia sobre superficies secas.
Pero no fue hasta 2015 cuando científicos del MIT consiguieron grabar este efecto con cámaras de alta resolución, y determinaron que las burbujas resultantes del choque de las gotas de agua contra las superficies facilitaban el desprendimiento de ciertos compuestos aromáticos, residentes principalmente en la vegetación y suelos orgánicos. De ahí que cuando la lluvia cae después de varios días de sequía, se encuentre con superficies idóneas para reaccionar emitiendo compuestos y expandiendo partículas, como pueden ser ciertas bacterias, compuestos orgánicos procedentes de las plantas, o pequeños granos de polvo que escapan de la tierra, de los cuales podemos percibir aromas característicos. Por eso podemos decir que la lluvia huele, aunque más que una propiedad de la precipitación es una consecuencia de su caída.
En resumen, podemos decir que se pueden oler las nubes, la niebla y la lluvia si se dan las condiciones adecuadas, pero es necesario que estén acompañadas de una concentración suficiente de elementos que hagan reaccionar a nuestra nariz. Además, incluso se pueden apreciar sus diferentes aromas según nos encontremos en la montaña, en una ciudad o en el mar, todo ello si contamos con la suerte de encontrarnos con una buena nube.
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